Poetas inocentes de prosas

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Texto leído en el marco de la presentación de Artistas de variedades, de Daniel Moyano, como parte del ciclo “Libros y lectura en familia”, coorganizado, para dar a conocer los libros de la Colección Caterva, entre la Editorial Universitaria Villa María (Eduvim)y el Centro de Promoción del Adulto Mayor (CEPRAM). La actividad se llevó a cabo el jueves 23 de noviembre a las 17:00 horas, en el edificio de David Luque 430, con la participación de Ricardo Moyano, hijo del autor, y la coordinación de Mariana Barcellona.

Recuerdo que no sabía cómo empezar a escribirle la carta. No sabía si encabezarla con un “Querido Daniel”, que me hubiera gustado, o poner “Sr. Daniel Moyano” y abajo: “Estimado Daniel, soy Martín, Martín Sosa Cameron, el hijo mayor de Emilio y de Sara Ercilia”. En estas vacilaciones estaba porque decidimos con Marcelo que valía la pena escribirle y pedirle una colaboración para la Revista Celcanto, que comenzamos a planear en los últimos meses de 1991. Una revista submarina, decíamos, menos visible que subterránea. De ahí que el nombre le venía muy bien.

Ahora acaba de llegar una carta que lleva como remitente a Irma Capellino de Moyano y como dirección Ronda de Segovia, 5, Madrid. Tengo el sobre en mis manos. Estoy conmovido y ansioso, pero no quiero abrirlo. Tomo el teléfono y le llamo a Marcelo. Me atiende y me dice: “¿Qué contás, Martín?”. “Llegó carta de Madrid”, le digo. Silencio. “La envía Irma”. Silencio. “¿Qué Irma?” “Irma Moyano”. “¿Y qué dice?” ”No sé, no pude abrirla”. “Abrila”, me dice. Quedamos en encontrarnos al día siguiente, en El Quijote, donde solíamos reunirnos para discutir asuntos de la revista que nos tenía como sus directores.

Hace un par de meses, cuando todavía estaba sumido en la hondura del dolor y el desamparo que me produjo la sorpresiva muerte de mi padre, el 1 de julio de este 1992 amanecimos con la noticia de que a los casi 62 años había muerto en Madrid el escritor argentino Daniel Moyano. El desasosiego que me produjo esta noticia tuvo, a la mañana siguiente, un alivio momentáneo: aun cuando no había recuperado la fe en Dios, tuve una suerte de visión, una especie de hierofanía, pensé, una visión o sueño de vigila en la que mi padre y Daniel se habrían reencontrado en el cielo, como ocurre con las personas buenas y que se han querido, y dado un abrazo fraterno como los que se daban en otros tiempos en este mundo. 

Y ahora que llega la carta de Irma, quiero recuperar esos momentos de mi infancia, allá por los últimos años cincuenta, cuando Daniel venía de visita a nuestra casa, los domingos. Llegaba puntualmente a las diez de la mañana y subía directamente al escritorio de papá, quien, como lo hacía desde que tengo uso de razón, se sentaba a la máquina de escribir muy temprano, ataviado con su mejor traje.

Daniel aparecía y se sentaba y lo miraba escribir, como para no distraerlo en medio de un verso, una estrofa o un párrafo, según con lo que estuviera lidiando. Enseguida papá interrumpía su trabajo y le leía en voz alta las últimas líneas escritas. De inmediato, sin que se lo pidiera, Daniel le entregaba los poemas escritos en la semana: uno, dos o tres, o los que fueran, la mayor parte de las veces escritos a mano; a veces, dactilografiados. Papá los tomaba y se concentraba en la lectura: leía una vez cada texto en silencio; luego los volvía a leer en voz baja, como una letanía. Después tomaba su lapicera a fuente, con la que le gustaba escribir, y con su estilizada caligrafía se ponía a intervenir cada línea: tachaba, cambiaba palabras, alteraba la sintaxis, la puntuación.

Terminada la tarea, que podía tomarle 20 minutos, media hora o más, le devolvía los poemas anotados, lo abrazaba amorosamente y le decía: “Qué maravilla Daniel, cada vez escribís mejores poemas, pero recordá la enseñanza de Gottfried Benn: ‘Toda una vida de ascesis para escribir apenas cuatro o cinco poemas perfectos’”. 

Después se producía una especie de escena de biblioteca pública: papá buscaba un libro que le recomendaba leer en la semana; Daniel, por su parte, le devolvía el libro prestado días antes, y se quedaban conversando sobre lo leído en un tiempo suspendido que la mayor parte de las veces interrumpía la voz de mamá, quien decía: “Daniel, Emilio, vengan que el almuerzo está listo”.

Los almuerzos eran una gloria. La visita de Daniel era la de un tío adorable: cariñoso y ocurrente, la comida transcurría entre risas y se rompía un poco el clima intelectual que me aburría cuando niño y el momento se convertía en un despliegue de relatos y anécdotas divertidas y jugosas, vividas o inventadas, que papá, mamá y Daniel desplegaban con apenas algunas pausas para masticar o tragar un sorbo de vino. Me fascinaba oír a Daniel contar sus historias: narraba de tal manera las cosas que podía verlas como si fuera una película. Solo por eso soportaba las largas sobremesas de los domingos. 

Desde que papá y Daniel murieron me he puesto en una doble tarea, arqueológica y etnográfica, para recuperar la relación que tuvieron, traerlos un poco de vuelta y ponerlos al resguardo en mi memoria: quise mucho a Daniel, o lo que recuerdo de él cuando yo era niño. A papá, tengo la impresión, ahora que me falta, de que he llegado a amarlo más que a mí mismo.

Encontré algunos libros de Daniel en la biblioteca de papá: un ejemplar de Artistas de variedades, bastante feo el libro en su diseño y en sus colores, de 1960 en la Editorial Assandri, con el que ganó el segundo premio de un concurso convocado por la propia editorial; en el mismo estante estaba El rescate, una pequeña y hermosa edición que contiene ese único cuento, uno de los que más me conmovieron de los tantos que escribió. La edición, muy sobria y muy cuidada, es de Bournichón, el emblemático editor viajero que hizo conocer a varios y muy buenos escritores y pintores del país profundo. Al lado de este estaban dos ejemplares de La lombriz, de Nueve 64 Editora, con tapa ilustraba con un bello dibujo de Carlos Alonso. Uno de los ejemplares está dedicado: “Para Sara Ercilia y Emilio, con gratitud y cariño. Daniel, en Córdoba, diciembre de 1964”. Al otro ejemplar, que no parece leído, ya lo decidí, se lo voy a regalar a Marcelo para que pueda conocer algo de este excelente escritor del que no se consigue prácticamente nada de lo publicado en Argentina, y menos aun de lo poco aparecido en España en sus años de exilio.

Revisando los papeles de papá encontré una carpeta que contiene, entre otras cosas, cartas, una serie de ellas que le envió Daniel desde España. Hay una fechada hace un par de años, el 20 de octubre de 1990, en la que un párrafo dice:

“A mis amigos y alumnos suelo contarles un hecho que acaso no recuerdes pero que es muy importante para mí. Fue un domingo en tu casa, me pediste los poemas escritos durante la semana y yo te dije que había escrito un cuento, el primero de mi vida. Creo que se llamaba “Los hechos externos”, que generosamente llevaste a La Nación pero que no tuvo suerte. Me acuerdo de tu gesto de extrañeza: yo solo había escrito poemas hasta entonces. Al principio no le diste importancia al asunto, pensando seguramente en esas prosas no prosas inocentes de prosas que suelen escribir los poetas. Fue Sara Ercilia, por la tarde, quien insistió en que lo leyeras, y lo leíste y después de eso yo ya no paré de escribir cuentos hasta ahora. Y fuiste vos quien me puso en contacto con todos los grandes cuentistas del mundo que estaban en tu biblioteca y me esperaban allí desde hacía una buena cantidad de tiempo.”  

Conocía la anécdota, pero leerla en palabras de Daniel tiene para mí un encanto especial y me revela algo de lo que pude vislumbrar cuando era niño, y que seguramente terminé de confirmar en los relatos posteriores de mis padres: Daniel era una persona generosa y agradecida, que sabía hacerse querer. Con mi padre, Daniel hablaba de literatura y, quizá, de cosas de hombres; con mi madre, por lo que pude saber, hablaban de cosas de hombres y de cosas de mujeres también.

Cuando las sobremesas se prolongaban y los cuentos de Daniel se iban acallando, yo me levantaba de la mesa y me escurría al patio a mortificar insectos, mi distracción favorita; o salía a la calle para mortificar a los vecinos de la cuadra en plena siesta: tocar el timbre de sus casas y tirar piedras en los techos de chapa; y en cualquier caso salir corriendo a esconderme. Por estas prácticas era conocido y repudiado en el vecindario, y por ellas más de una vez me ganaba una reprimenda de mis padres: fuerte tirón de orejas por lo general seguido de penitencia.

Enseguida, el que anunciaba su partida era papá, quien se retiraba a dormir su religiosa siesta dominguera, que solía prolongarse hasta bien entrada la tarde. Entonces, mamá y Daniel se quedaban conversando por un largo rato; él le contaba sus asuntos más personales: sus dolores, sus angustias y también sus esperanzas.

Hablaba de su deseo de ser escritor y de su deseo de ser músico: dos oficios casi imposibles para alguien como él que desde muy niño vivió en el desamparo de los padres ausentes y que desde muy joven tuvo que trabajar para sobrevivir. Se le nublaban los ojos cuando nombraba a su madre, de la que apenas conservaba unos pocos recuerdos: había muerto en circunstancias de las que Daniel no quería o no podía hablar, aunque decía que en ese mismo momento su padre fue encarcelado. Daniel no lo aclaraba, pero siempre conectaba los dos acontecimientos; y en algunas tardes rompía en llanto y mamá lo abrazaba y lo contenía hasta que, a duras penas, entre hipos y sollozos, la angustia cedía y de a poco iba recuperando la calma. Mamá le decía que tenía que escribir sobre estas cosas, que se aliviaría y si no pudiera curar las heridas por lo menos mitigaría sus dolores.

Cuando empezó a venir a casa, con las manos percudidas, cuarteadas, mamá le ofrecía diadermina pero él la rechazaba; decía que eran las marcas de su condición de peón de albañil. Había aprendido junto a su padre el oficio, con quien se reencontró recién a los 15 años cuando el hombre recuperó la libertad y se lo llevó a vivir con él después de casi diez años de peregrinar en casas de tíos, abuelos y orfanatos, en sucesivas mudanzas desde Alta Gracia, Cosquín, La Falda, Argüello y la ciudad de Córdoba. No decía que había recuperado a su padre, sino que lo había adoptado, pero que la vida junto a él no era nada fácil. Que le daba al trago y que se ponía violento. 

“Trabajar de peón”, decía Daniel, “de peoncito, es mi destino”. Cuando su padre salió de la cárcel fue a buscarlo. A él y a su hermana, cuyo nombre no recuerdo; vivían en La Falda con el abuelo materno, italiano, de apellido Bellini. Quiso llevárselos a ambos a vivir con él, pero ella no aceptó; Daniel sí, quien en cierta medida apuntaló al padre: lo ayudaba a levantarse cuando, pasado de alcohol y angustia, se había amanecido y estaba por faltar al trabajo. Tantas veces Daniel había asistido a la escena en la que algún capataz, cansado de sus faltazos, lo echaba y se volvían a la pensión con las manos vacías: y el padre a beber y Daniel a pensar en cómo encontrar otra salida.

A pesar de las muchas que pasó junto a él, Daniel, quien no podía dejar de verlo como el que llevó a su madre a la muerte, a pesar de eso, reconocía en su padre cierto magisterio por el que decidía volver a confiar: porque le enseñó un poco de la música que aprendió, porque tocaba la mandolina y le legó algo de la sonoridad que lo acompañaron por toda su vida; y porque le enseñó el oficio de albañil, el trabajo con las manos, saber construir, hacer una casa, un lugar para vivir; aunque esos años los pasaran en pensiones de alquiler de las que varias veces debieron salir abruptamente por falta de pago de la renta. Al mismo tiempo, la rudeza de ese trabajo, las jornadas interminables, le cuartearon las manos y lo alejaban de sus aspiraciones de ser escritor o músico.

En algún momento, Daniel consiguió independizarse de su padre: un hombre que lo quería bien, y apreciaba a su padre, le enseñó a hacer planos sanitarios (instalaciones de agua y cloacas). Esto le permitió, paulatinamente, ir dejando el fratacho, la cuchara y el balde para trabajar en un tablero, con menos compromiso corporal y mejor paga.

Es admirable que Daniel, con semejantes condiciones existenciales, se haya impuesto tales desafíos como aprender música, tocar un instrumento dificilísimo como el violín, e idiomas extranjeros, quizá estimulado por las lenguas que resonaron en su infancia: el italiano de su abuelo y el portugués de su madre. Fue papá, creo, quien lo estimuló, quien le dijo que sería muy bueno que pudiera leer a sus escritores preferidos en su lengua; Kafka y Pavese fueron sus primeros grandes desafíos, pero también se las arregló para leer en inglés y en francés.

Ser escritor era su máxima aspiración. Y tenía el deseo de estudiar letras en la universidad, pero no había pasado del tercer año del secundario y no le permitían ingresar; se decía que con su talento e inteligencia se ganaba la atención de algunas muchachas de buena familia a las que ayudaba a escribir monografías.

“Para ser escritor, Daniel, no es necesario ir a la universidad”, le decía papá. Pero él, que era un tozudo y, según me relató mi madre, varios años más tarde, ya radicado en La Rioja, pasados los 40 años se puso a estudiar en un bachillerato nocturno y terminó el secundario. Esta circunstancia no puede pensarse como un acontecimiento más en su vida llena de escollos y de sobreponerse cada vez: el 23 de marzo de 1976, viajó desde La Rioja a Córdoba para inscribirse en la Facultad de Filosofía y Humanidades. El 25 de marzo de ese mismo año entraron unos militares a su casa y se lo llevaron preso. Luego vino el exilio y la historia es conocida.   

Mamá me contó también que, en los últimos años de la década del 50, cuando Daniel había dejado ya su oficio de albañil y se asentó como proyectista sanitario, se fue a vivir a una pensión con Dalmacio Rojas, un joven de su edad que era pintor y llegó a hacer una obra importante. Entonces, repartía su tiempo entre hacer los planos de la especialidad y la escritura de relatos, y dejó de venir cada domingo a casa y lo hacía en intervalos mayores. Y un día les contó a mis padres que había conocido a una muchacha de Morteros, de nombre Irma, varios años menor que él y que estudiaba piano en el conservatorio. 

Daniel se había enamorado y se lo veía feliz, menos torturado y hacía planes de casarse y tener hijos. Un tiempo después, le confió a mis padres que la familia de Irma no lo quería; en especial, el padre de ella, el gringo Capellino, quien la había dicho que un escritor no podía mantener a su hija, que de qué pensaba trabajar. 

Un domingo, cuando papá se había retirado a dormir la siesta, Daniel le confió a mi madre que se iba de Córdoba, que se mudaba a vivir a La Rioja, donde le habían ofrecido trabajar en una editorial del Estado y en un diario que estaba por fundarse. También le dijo que se llevaría a Irma, aunque sus padres se opusieran. “No podés hacerlo Daniel, la muchacha es menor de edad“. “Tengo amigos que van a ayudarme allá, tenemos todo arreglado para casarnos”. “Y cómo pensás que la van a dejar salir sus padres”. “No la van a dejar, tengo planeado secuestrarla”. Cuenta mamá que se rieron y bromearon a propósito de lo que parecía una ocurrencia más de Daniel, pero que antes de retirarse esa tarde volvió sobre el asunto y le preguntó a mi madre si le prestarían el automóvil para raptar a Irma. Mamá sonrió apenas y se puso seria: le dijo que no podía prestarle el auto para cometer un delito y que desista de esa idea porque iba a terminar en la cárcel como su padre.

Sé que por esos días Daniel dejó de venir por casa y que finalmente consiguió “rescatar”, como dice mi madre que Daniel se refería al secuestro de Irma. Se fueron a vivir a La Rioja y tuvieron hijos. Daniel trabajó de músico y de periodista, y se convirtió en una de las grandes promesas literarias de la Generación del 60.

Ahora estamos en El Quijote con Marcelo, quien se hace el que no le interesa mucho la carta todavía no abierta, pero no aparta sus ojos del sobre. El mozo nos trae los cafés y encendemos cigarrillos. Le digo que en Estados Unidos está prohibido fumar en los bares y me mira incrédulo: “Hasta en los parques y plazas está prohibido”, insisto. “Gringos fachos”, dice, y agrega: “A ver esa carta”. Abro el sobre y saco dos folios: una esquela manuscrita y una impresión. 

Leo: “Queridos Martín y Marcelo, la carta de ustedes llegó cuando Daniel ya estaba muy enfermo. La leyó y estoy segura de que les hubiera contestado de no ser por la falta de fuerzas y las idas y vueltas al hospital. Hace poco, revisando el ordenador de Daniel, encontré este cuentito que no conocía y que me parece simpático. Se los mando y espero que les guste y que lo publiquen en Celacanto. Muchos cariños. Irma.” 

El relato en cuestión, rescatado del ordenador, tenía por nombre “Un agujero en la pantalla” y lo publicamos varios meses después en el número 4 de la revista. Tuve un desacuerdo con Marcelo, uno más de los varios que tuvimos. En esta ocasión, yo quería incluir una serie de poemas de papá en ese número y él sostenía, con razón, que ya lo habíamos hecho en el número anterior. Al final cedí y le di la razón, pero me dolió: me hubiera encantado volver a encontrar cada vez a papá con Daniel, aunque más no fuera en las páginas de una revista.

A la memoria de Martín Sosa Cameron.

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