Televisar la Nación norteamericana

Entre las novedades de noviembre, Eduvim suma a su catálogo La cara oculta de las series norteamericanas (1947-1974), un ensayo multifacético de Fernando Beraza, que relata cómo se forjó la potencia mundial de Estados Unidos a través de un ambicioso proyecto televisivo.

Lo que usted nunca sospechó. Esta sentencia plagada de incertidumbre es la que utiliza Fernando Beraza para darnos la bienvenida a su nuevo libro titulado La cara oculta de las series norteamericanas (1947-1974), publicado por la Editorial Universitaria Villa María (Eduvim).

El autor formula un instrumento metodológico de tres patas que contemplará el contraste entre la realización artística, la historia y la política de Estados Unidos, con el objetivo de observar y analizar críticamente las verdaderas intencionalidades del talento de producción y del contenido ideológico durante la Guerra Fría. A modo didáctico, encontraremos una obra fragmentada en capítulos que recorren el western, superhéroes, lo fantástico y la ciencia ficción, el drama policial, lo medicinal, la comedia norteamericana o sitcom y las caricaturas para chicos, tomando como corpus series televisivas destacadas por su popularidad o por su consagración como clásicos.

Todo se remonta hace ya mucho tiempo, pero, en métricas de vida de la humanidad, no pareciera ser tanto. Con tan solo doscientos cincuenta años de creación, comparativamente hablando en relación a otros imperios milenarios, Estados Unidos se erigió como el poderío militar, económico, industrial, político, ideológico, científico y tecnológico más importante del mundo. Lo que otorga conducir unánimemente los hilos del planeta, pero hay que proveer el consenso y la persuasión necesarios para que se mantenga la gran Nación norteamericana como tal: su aparato cultural.

La lógica fue escalonada. Primero, se asentaron las tres cadenas de radio más importantes del país, NBC, CBS y ABC. A diferencia de Hollywood que, guardaba las formas con respecto a la penetración estatal aunque su filmografía histórica pareciera contradecirlo, el éter norteamericano era profusamente obsecuente con el poder y el discurso oficial. Desde allí, partieron los negocios ramificados para obtener cadenas de televisión, impulsado también por el intercambio de intereses con Walt Disney, en esos años, ocupado en la creación de su primer parque temático.

El know how existía a raíz de la virtuosa industria cinematográfica y, a eso, se le sumaba el particular ímpetu del gobierno federal por financiar la proyección de un nuevo sistema de valores y sentimientos del sentido común estadounidense creado desde las élites: así nació este producto comercial conocido como formato televisivo moderno, al calor del New Deal, un programa para generar cohesión interna luego de la Gran Depresión y exportar un mensaje propagandístico al exterior sintetizado en “el sueño americano”.

La pantalla chica comenzó a mostrar de qué se trataba el liberalismo, esta forma de vida del siglo XX, en la que habita una comunidad de personas laboriosas y meritócratas, paradójicamente acompañados por un Estado protector de tres pilares fundamentales: el derecho a la vida, la libertad individual y la seguridad de la propiedad privada, desde los preceptos de la abundancia profesados por el protestantismo. El objetivo de este nuevo producto comercial era combinar la esencia del radioteatro, las historias por capítulos de los seriales del cine, los cómics y los libros de ficción e historia. Esa argamasa dio como resultado las series de televisión.

En sus comienzos, pese a la adquisición accesible de los televisores, las series debían competir con la interminable lista de distracciones hogareñas. Por eso, los programas eran solo de 24 minutos, con planteamiento del problema, tanda comercial y desenlace. Con el paso del tiempo, los minutos se duplicaron: ahora había dos pausas y se necesitaban personajes maniqueos intermedios para extender la historia. Los guiones se fueron complejizando y, con eso, la profesionalización del guionista y productor televisivo en los ‘60, quienes eran becados para estudiar en academias y universidades, a la par que se establecían los derechos de autor, para patentar los mitos fundacionales oficialmente aceptados o, en su defecto, criticar los relatos oficiales para continuar reafirmando el sistema.

Mientras tanto, el público moldeó las series a su gusto, a la par que las series iban edificando un ideario de público modelo que pudiera receptar fervientemente la idiosincracia de un país pujante y la trayectoria del mismo, con la narración del pasado como su testimonio histórico, a partir del avance hacia el Lejano Oeste para domar a los incivilizados pueblos originarios y delincuentes, a través de la figura humana del cowboy o héroes más cotidianos como granjeros o ganaderos. Ya instaurada la Guerra Fría, los enemigos eran otros: nazis y japoneses en un principio y luego el rotundo malestar con los soviéticos. También redundaron por años la concentración por la carrera espacial y la mujer que viraba de ama de casa a tímida asalariada.

En estas páginas, se rastrea la eterna búsqueda de Estados Unidos por mantener la cohesión nacional de un país inmenso y complejo territorialmente, y revalidar su legitimidad y prestigio internacional, a partir de un mercado de símbolos vehiculizado por su producción cultural, que le ha permitido expandirse y dominar múltiples entramados de manera persistente durante 70 años.

Podés adquirir La cara oculta de las series norteamericanas (1947-1974) en su versión física o en formato digital.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *