Reunidos para recordar a Viñas

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Texto leído en el marco de la presentación del libro Literatura argentina y política, de David Viñas, publicado por la Editorial Universitaria Villa María (Eduvim) con la edición crítico-genética de Juan Pablo Canala. El evento se desarrolló el miércoles 19 de julio a las 18:00 horas en la Sede Juan Filloy de la Biblioteca Nacional, ubicada en 27 de Abril 375 de la Ciudad de Córdoba y participaron, también, Eduardo Rinesi y Carlos Gazzera.

En un momento en que la palabra “archivo” se ha vuelto una metáfora conceptual tan elástica que puede estirarse para referir a casi cualquier cosa, el auténtico trabajo de archivo que ha hecho Juan Pablo resulta impresionante. Quienes alguna vez hemos intentado algo semejante solemos quejarnos –como hace Arlette Fargé en su hermoso libro La atracción del archivo– del frío y del agobio que impone el archivo: “En invierno como en verano está helado; los dedos se agarrotan al descifrarlo … (…) El archivo es difícil en su materialidad. Pues es desmesurado, invasor como las mareas de los equinoccios, los aludes o las inundaciones. La comparación con los flujos naturales e imprevisibles está lejos de ser fortuita; quien trabaja en los archivos a menudo se sorprende evocando ese viaje en términos de zambullida, de inmersión, es decir, de ahogamiento… el mar está ahí; por otra parte, catalogado en inventarios, el archivo se presta a evocaciones marinas, puesto que se divide en fondos…”. 

Quienes alguna vez hemos intentado ese trabajo en archivos públicos y privados de la Argentina, nos quejamos además, muchas veces, del descuido, de la pérdida y el desorden fatal de los documentos que hace la navegación tan errática como en esa serie de Baran bo Odar, “1899”, donde los pasajeros de un barco fantasma navegan por el mar un poco a la deriva y por el tiempo un poco a saltos. 

A Juan Pablo Canala le ha tocado en suerte navegar por los archivos de David Viñas, lector y reescribidor compulsivo (Canala destaca esto que ha sido señalado muchas veces respecto de David: su “relación obsesiva con la escritura”) y dado él mismo al trabajo con los archivos y a desprenderse de libros y manuscritos por las errancias que le impusieron la carencia y el exilio. Salvo por los documentos que conserva la Biblioteca Nacional, cito a Canala: “No existe un repositorio que contenga el archivo Viñas”. Viñas sería, así, un escritor sin archivo, lo cual, desde luego, cito otra vez, vuelve “un verdadero desafío cualquier trabajo que se proponga analizar los procesos de escritura de su obra”.

Este, precisamente, es el trabajo al que se ha enfrentado Juan Pablo Canala en esta nueva edición crítico-genética de Literatura argentina y política para el cual –y por las carencias ya señaladas– ha debido valerse de “las diversas instancias éditas del ensayo (adelantos en revistas, prólogos, capítulos y ediciones)”, entre estas las de Jorge Álvarez (1964), Silgo XX (1971), CEAL (1980), Sudamericana (1995) y Santiago Arcos (2005).

“Toda edición crítica es una hipótesis de trabajo”, dice Canala en el extenso y muy minucioso estudio preliminar de esta edición. Yo agregaría que toda edición crítica es un trabajo ciclópeo de lectores fascinados por las variaciones pre y postextuales de una escritura constante y de un texto o de una textualidad (in)constantes, acaso nunca tan inconstantes como con los textos de Viñas.

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La aparición de esta edición crítica coincide con la publicación, por parte de la Biblioteca Nacional, de David Viñas. El último argentino del siglo XX, un volumen que reúne los trabajos presentados en las jornadas del mismo nombre que fueron organizadas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y por la propia Biblioteca, en 2012, muy poco después del fallecimiento de Viñas acaecido en 2011. 

El libro se divide en cuatro partes, la primera de las cuales nos recuerda que Viñas supo ser, además, escritor de ficción. Esta primera parte, reúne los textos de Miguel Vitagliano, Susana Santos, Martín Kohan y Marcos Zangrandi. En la segunda parte, “Un editor para David”, se computa un solo texto, el de Miguel Villafañe, porque falta el de Jorge Álvarez que estuvo en las jornadas, pero ya no está entre nosotros, y porque faltaron los de Susana Zanetti y Luis Chitarroni que, en cambio, no pudieron asistir a la cita original. En la tercera parte, “El drama en escena”, encontramos los trabajos de Marcela Croce y Julia Elena Sagaseta sobre la vinculación menos explorada de Viñas con el teatro. La cuarta parte, “El ademán docente”, aborda no ya los trabajos escritos de Viñas sino sus intervenciones orales en el aula de las cuales dan testimonio María Gabriela Mizraje, Guillermo Korn, Juan Laxagueborde y Josefina Ludmer. A la quinta parte del libro, “El ensayo como conjuro”, la inaugura el texto de Gabriela García Cedro  y le siguen los de Alejandra Laera, Guillermo David y Horacio González, hoy otra ausencia que el prólogo al libro recuerda. El epílogo del libro es una conversación entre María Pía López, Américo Cristófalo y Eduardo Grüner que fue el cierre de esas jornadas tituladas como el libro: David Viñas. El último argentino del siglo XX.

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Me pregunto por la justeza de este subtítulo. En la introducción, se dice que se trataría de una paráfrasis del título que Viñas le dio a su última novela publicada en 2006 –Tartabul o los últimos argentinos del siglo XX– y que la condición de “último” no alude a una “obturación sino a un legado”. Me pregunto si ese legado existe y en qué consistiría. 

Hoy por hoy, me gustaría que ese legado fuera la audacia de decir no. En su intervención en las jornadas, ahora recuperada en el volumen editado por la Biblioteca Nacional, Mizraje recordó aquella frase que Viñas escribió en 1974, en la revista Crisis, y que repitió en 1997, en esa famosa emisión de “Los siete locos” en la que Viñas interpeló a los asistentes: “Decir no es empezar a pensar”. No a las citas formales, a nuestras normas APA en su última versión, a nuestros marcos teóricos encorsetando a veces la pulsión de lectura. 

Y aquí bien vale hacer un paréntesis para recordar la hipótesis de Horacio González acerca del “linyerismo” de Viñas, un término para referir a su capacidad de armar “series humorísticas” que traslucen “lo irrisorio de la vida”. Por ejemplo, una serie que va del diario de Colón a Videla, pasando por Carlos III. O una que va de la barba de Whitman a la de Macedonio Fernández, pasando por la de Guido Spano. Un modo de pensar la literatura y la política que le hace conjeturar a González: “Si alguien le hubiera tomado un examen correcto a David para dar clase en la universidad, no hubiera pasado de ayudante de primera. (…) Porque el pensamiento de David no existe en la universidad, no puede existir”. 

No, entonces, a los conectores, esa “elipsis argumentativa” a la que alude Laera, pero tampoco a las conexiones. No a las conexiones razonables, al menos. Sí, en cambio, a las series desopilantes que vinculan no solo la barba de Whitman con la de Macedonio, sino también a Juan Moreira con el último samurái, una provocación del profesor-performer que era Viñas y que recuerda Laera. Sí a las series que atraviesan el gran tiempo, en el sentido bajtiniano del término, y que hilvanan, a veces con ímpetu anticipatorio, unas figuras mínimas: el criado favorito en el rincón de la casa, en el rincón del texto, en el rincón del canon, pero también los guantes amarillo patito de Mallea paseando por la calle que habrían inspirado la fundación de Contorno y el mobiliario de la casa de Frondizi que habría sucitado la desconfianza de Viñas hacia el frondizismo. Sí a leer en las miniaturas, en los detalles los indicios, ahora en el sentido barthesiano del término, de una dimensión máxima: una dimensión de clase, una dimensión política. No a las fuerzas centrípetas del canon. No a las fuerzas normalizadoras del género, incluso de un género como el ensayo porque también se puede escribir crítica rozando la ficción, un gesto viñesco que, según Canala, advierten Nicolás Rosa, Ricardo Piglia y Julio Premat. 

Y aquí hay que decir que el prólogo de Canala a la edición de Literatura argentina y política que ha hecho Eduvim, da cuenta no solo de una exploración detallista de los textos de Viñas sino también de una exploración igualmente exhaustiva de los textos sobre Viñas. No a las fuerzas normalizadoras del otro género, el masculino, cuando todavía nadie decía que no a esas fuerzas: Viñas travistiéndose, a mediados de los 50, en una tal Raquel Weinbaum, en uno de los primeros números de Contorno; Viñas diciendo en los 90, “he leído un artículo muy interesante. De una mujer…”; Viñas considerando, también en los 90, los niños favoritos de Carmen Gándara y Beatriz Guido en esa serie que él abría con La gran Aldea, de Lucio V. López.  

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Al final de las jornadas de 2012 –que, como he señalado, el libro editado por la Biblioteca Nacional ahora recoge en su epílogo–, María Pía López supo decir casi con un hilo de voz:  “Nos falta David”. Esa constatación de una ausencia me invita a pensar a Viñas como el último argentino del siglo XX. Pero enseguida elijo creer que la frase es un juego y que el propio Viñas forma parte de una serie: él es la variante de una constante de la crítica literaria argentina que dice su fascinación por las figuras epigonales, Borges es el último escritor del siglo XIX, según Sarlo, y una constante de la propia literatura, y también de la política y del rumor social, que se inclina por un cierto milenarismo local con arreglo al cual la Argentina y los argentinos estamos siempre al borde del fin. “Yo escribiría –dice César Aira– para que si la Argentina desapareciera, los habitantes de un hipotético futuro sin Argentina pudieran reconstruirla a partir de mis libros”. 

Habría que ver qué reconstrucción de la Argentina pueden hacer los arqueólogos del futuro a partir de unos libros donde los indios cautivan salmones o pierden y encuentran vestiditos de muñecas en medio de la pampa. Para todo lo demás, existe David Viñas cuyos libros, Literatura argentina y política, entre ellos, quizás permitan una reconstrucción de la Argentina y de la literatura argentina menos delirante. O, a juzgar por esas series hilarantes a las que alude Horacio González, tal vez no tanto.

En cualquier caso, también me gusta pensar a Viñas fuera de esa serie de figuras epigonales y en relación con otra serie. Una de Netflix: “Dark”, también de Baran bo Odar, donde los personajes viajan en el tiempo a través de un túnel misterioso por el que desaparecen niños que luego acaban siendo padres de sus amiguitos de juegos. Cada vez que el túnel activa su magia fatal, las palomas mueren masivamente y llueven desde el cielo. Entonces, hay un viejito (el viejo loco del pueblo que sabe por viejo y por loco y por algo más) que repite: “Va a suceder otra vez, va a suceder otra vez”. Lo que sucede es que alguien desaparece para aparecer en otra dimensión, en otro tiempo: la pregunta no es dónde está ese personaje sino cuándo. 

Contra los relatos lineales del fin y del último, está el relato del retorno, de esas constantes con variaciones que David Viñas sabía leer en la literatura argentina, pero también de esas constantes con variaciones que son, al cabo, las sucesivas ediciones y reediciones de Literatura argentina y política: la de Jorge Álvarez, las de Siglo XX, la de CEAL, la de Santiago Arcos, la de Sudamericana y ahora también, la monumental edición crítico-genética de Eduvim. Si David Viñas fue “el último ¿crítico? argentino del siglo XX” es bueno traerlo a este dónde y a este cuándo, a este tiempo, al siglo XXI, porque este ya no es el siglo XX como sugirió Laxagueborde hace diez años, en las Jornadas de 2012. Es bueno, muy bueno, que haya sucedido otra vez y que haya sucedido de la mano de Eduvim y de la Biblioteca Nacional

Es muy bueno, además, que ocurra en estos momentos un poco yermos de audacias críticas y tan llenos de peligros políticos. Habría que preguntarse cuál es el diálogo que el libro de Viñas nos invita a establecer, esta vez, con este contexto. Una pregunta así, es también una pregunta por la condición de la literatura y de la ficción en el concierto de la discursividad social, una pregunta para la cual Viñas tenía una respuesta: ni decorativa, ni sacramental. Y es, desde luego, una pregunta siempre renovada para la relación entre intelectuales y política: ¿a qué nos toca decir “no” para no distraernos de pensar, de seguir pensando y para ofrecer alguna resistencia al poder de las fuerzas centrípetas donde sea y como sea que ellas se presenten?

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