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Adelantamos el Prólogo de la novela Naufragio de una sombra, que próximamente podrán conseguir en todas las librerías del país. Esta obra de Federico Liste(*) fue distinguida con el IV Premio de Novela Azabache.
–Nadie que sea verdaderamente un hombre puede aceptar ser nada más que un hombre…
Con este tipo de frases vuelve a mi memoria el hombre que firma esta historia como Ezequiel Ruiz, al que conocí en una playa de Mar del Plata en marzo de 2006. Él tendría unos sesenta años y la apariencia inquietante de la que gozan ciertos hombres de mar; esa en la que se adivina una agitada vida interior y lo que comúnmente llamamos sabiduría. Era un hombre bajo, pero de espalda y brazos fuertes y una cicatriz junto a su ojo izquierdo le daba un aire sombrío. Iba acompañado siempre de un hombre de mi edad (poco más de treinta) que, según supe después, era su segundo hijo. Al principio, nos saludábamos amablemente, sin hablarnos, hasta que un día se interesó por un libro que leía uno de mis hijos: Cuentos de los mares del Sur de Stevenson. Entonces se puso a hablar con nosotros de literatura con entusiasmo y (para mi sorpresa e incomodidad), se empeñó en entender que yo era escritor, aunque insistiera en que no era más que un modesto periodista y, a lo sumo, un eventual crítico literario.
Esa primera conversación derivó en una invitación a su casa. En esos años había (no sé si alguien se acordará) un barco encallado al sur de la ciudad, que había llegado ahí arrastrado por un temporal. Un comentario mío sobre ese barco y la palabra “naufragio”, oscurecieron esa noche la mirada de Ruiz y no se lo volvió a escuchar en toda la cena. Dos días después, me encontraba sentado en un barcito del pintoresco barrio de La Perla, escuchando la sorprendente historia que sigue a continuación de este enojoso pero inevitable prólogo.
Casi no lo interrumpí esa tarde y, cuando fui a buscarlo a su casa al día siguiente, me recibió su hijo, pidiéndome “encarecidamente” que no volviera a molestar a su padre, porque, según él, estaba ya muy enfermo y “no convenía insistir con ese asunto del barco hundido.” Acto seguido y mientras yo me disponía a marcharme para no volver, me entregó un sobre abultado de papel madera, diciéndome: “Mi padre quiere que usted lo escriba.”
Reconozco que me fui muy confundido. Al llegar a mi hotel, vi que el sobre contenía unas doscientas páginas escritas a mano que reunían, palabras más, palabras menos, la historia que el viejo me había contado en el barcito y unas diez páginas mecanografiadas, unidas por un alfiler de gancho y rotuladas a mano como “Escritos de Lugones”, a las que el texto general, como ya verá el lector, hacen una referencia, convenientemente, tímida.
Al principio, me resistí a la misión que me había encomendado el viejo, pero su historia, por alguna razón, me obsesionaba. Finalmente me resigné a escribirla, aunque esa decisión implicaba un arduo trabajo, porque las notas de Ruiz eran caóticas y se perdían en descripciones de la vida de mar, desviando la atención del drama central. Asimismo, como notará más adelante el lector, el texto padecía de ciertas contradicciones internas que, debido a mí tarea de amanuense, no me vi en libertad de resolver.
En pocas palabras, no tuve más opción que reconstruir la historia en base al débil recuerdo que conservaba de lo que el viejo me había dicho en el barcito aquella tarde, modificando en gran medida el texto que me había hecho llegar a través de su hijo. No tengo formada una opinión terminante sobre la veracidad de los hechos narrados, si bien muchos indicios me llevan a creer que es una invención. Para empezar, me siento obligado a señalar la conveniencia de que el único sobreviviente de un naufragio haya sido testigo presencial de todos los hechos de importancia a bordo. Además, como todo mentiroso (como todo escritor, me dirán), Ruiz hace un enorme esfuerzo en convencernos de que es un pescador arquetípico y, así, por ejemplo, usa en su prosa un lenguaje mucho más llano del que le adivinamos. En los primeros capítulos de su relato nos habla de sus lecturas, seguramente con el propósito de volver verosímil su capacidad narrativa, pero sentimos que la lista de libros fue reducida maliciosamente. Sin dudas, el hombre que concibió estas páginas debía contar con una formación más amplia de la que reconoce; una formación que, difícilmente, esperaríamos en un pescador de alta mar. Se me podrá decir que esto no constituye más que un prejuicio, pero lo cierto es que algunos prejuicios, si perduran, lo hacen por una razón. Me basta recordar, al respecto, una respuesta que me diera Ruiz cuando le pregunté (con cierta insidia, lo admito) cómo un hombre que había pasado por tan terribles experiencias podía ser tan feliz como afirmaba ser, sobre todo, cuando él mismo reconocía su tendencia natural al escepticismo y aun a la melancolía. Ruiz, mientras pitaba su cigarrillo interminable, parado frente a la ventana de aquel barcito de La Perla, me respondió con una sonrisa que no voy a olvidar mientras viva:
–Nadie puede llamar infeliz a un hombre –me dijo, parafraseando impunemente a cierto coro tebano– hasta que llegue al término de sus días…
P.V.
Mar del Plata,
16 de junio de 2011
(*) Federico Liste. Escritor argentino. Publica en el blog «Bitácora de un sedentario» desde 2008. Recibió el Premio Municipal Osvaldo Soriano de Cuento en 2011 por «Olvidar Praga» (todavía inédito) y el Premio de Novela Azabache 2015 por esta novela. Ha brindado diversos talleres literarios en Mar del Plata.
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