Lirismo y narrativa

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Continúa el ciclo de reseñas sobre literatura. La obra elegida para esta entrega es La casa de las tres E, de Nira Etchenique, nuevo título que se suma a la Colección Narradoras Argentinas de Eduvim, bajo la dirección de María Teresa Andruetto, Carolina Rossi y Juana Luján.

Se han escrito tantas historias como tantas maneras de contarlas existieron. Y aún, pueden ser más. Eso me ocurre ahora. Abro la novela de Nira Etchenique, La casa de las tres E, y quedo deslumbrada. Una multiplicidad de posibilidades me desborda, me interpela y permanezco en la magia de las palabras, indemne, sojuzgada, indecisa, sin precisar si sigo el relato que se cuenta o me quedo absorta en el lirismo que encandila y queda ahí, desgajado, liberado y es eso, solo eso: un montón de poesía. Nada más. 

Una multiplicidad, he dicho. Un mundo abigarrado se despliega ante mis ojos que buscan ordenar, seguir un derrotero de secuencias. Es imposible. La magnificencia de la escritura supera todo posible ordenamiento. Es necesario dejarse envolver por las palabras y gozar, gozar impunemente la lectura y al final cuando no queden más sonidos, empezar a desenredar las historias y entonces, saber qué sucedió.                    

Por eso los dos prólogos rezuman esta diversidad. Son voces diferentes que allanan distintos accesos a las posibles significaciones. Uno de Lucía Laragione: “La casa de las tres E sale a la luz”. La subjetividad de quien fuera su amiga, se despliega en la emoción de asistir después de dieciocho años a la publicación del texto. Emoción. Pura emoción que nos inundará al final de la lectura.

El otro prólogo, de Jorge Bracamonte, “Nira Etchenique, o el teatro personal de la escritura en lo histórico desde un consumado academicismo, nos explica concienzudamente, el espacio de la literatura argentina y sus propuestas en la segunda mitad del siglo XX, pero básicamente, nos introduce en la narrativa de Nira Etchenique. Accedemos al periplo de su producción escrituraria en un tiempo de cambios en la cultura, transformaciones en la política y en la historia, que hicieron indispensable nuevas formas de escribir y de leer. Y entonces, entendemos el desborde, la inexistencia de normas, la escritura arrojada sobre lo nuevo, lo que aún está por suceder en la producción de la literatura. Increíble acierto de la Editorial en ese dualismo de voces, que avisan al lector de esa multiplicidad que lo envolverá.  

Pero accedamos al texto. Una voz en primera persona –la de Nela– lo abre y cierra. Se convierte en la voz que, sorpresivamente, se inmiscuye, derrapa la historia de su amor por Mario en el recurso de cartas que le escribe. Me pregunto: ¿metaforiza el significado que deviene en la escritura? Así dice: “No voy a escribirle nunca más. Es saltar en el vacío. Hacer literatura de la peor. A cada carta que recibo sé menos de él. Me dejé llevar y me perdí en su encanto. Prosa de poeta, abanicazos, elipsis profundas, tentadoras. No tiene cuerpo ni historia”. ¿Es lo que el texto produce en el lector? Indicios, sugerencias que atravesaron mi recorrido por el texto.

A esta voz, se suma un narrador omnisciente que atraviesa los años, los espacios, las sucintas biografías y es el testimonio de las historias que se cuentan. Historias fragmentadas en el relato que se corta, continúa, se mezcla en las distintas secuencias en el tiempo, los lugares, sin más continuidad que el lirismo que se expresa. Así transitamos el relato de los Santini y de los López en los avatares que atraviesan los finales del XIX hasta los comienzos del XXI. Más de un siglo avizorado en los acontecimientos políticos, culturales y sociales. Acontecimientos materializados en los distintos protagonistas, en sus vidas como individuos de un país, de una clase social, de una familia.

Como en un inmenso caleidoscopio, las historias se arman y desarman ante nuestra lectura sorprendida. Cuando terminamos y cerramos el libro, entendemos la presencia permanente de Nela en una suerte de auto ficción desbaratada. También entendemos porque se titula de esa forma.  

La casa de las tres E designa ese espacio donde los eventos se convierten en la vida cotidiana, donde la memoria ancla sus huellas y se transforma en las secuencias desordenadas que estructuran el discurso. “Guardé los recuerdos de mi vida en la casa de Oliden como quien guarda un mechón de pelo amado en un relicario. Desde que me levantaba hasta que caía rendida, las más de las noches junto a Lucía, no existía otra cosa que la felicidad. Por la mañana hacía un esfuerzo enorme para abarcar con mis ojos el primer rayo de luz y enseguida comprobaba que la realidad no era más que la continuación de lo que había estado soñando, porque durante ese segundo silencioso en la existencia se acomodaba perezosamente en mi cuerpo, yo era de espuma, invisible, una mota de polvo en la línea del sol”.  

Por eso es que Nela exprese finalmente: “Creo que no deseo ir ni regresar de nada. Que me asombro de haber podido vivir y hasta de haber sido feliz, que estoy cansada, sí, tanto de huesos como de adioses, pero no de esta luz que desprende el mar. No acecho, no proyecto, descanso del laborioso esfuerzo de cultivar esperanzas. Tal vez, voy navegando por aguas sanadoras de recuerdos. Tal vez, bajo el aire oloroso y ardiente y lleno de ojos que suspiran me moriré de esa muerte que deseaba mi abuela, la de amor”. Para terminar exclamando: “Tal vez sea injusto tener una sola vida”.

Si los protagonistas sucumben –casi todos– a la soledad, al infortunio, a la muerte en cualquiera de sus formas, también está la sabiduría de encontrar las maneras, de tener una vida que conforte. Esa es la significación que Nela dice y que no solo explica el título, sino que carga de sentido las historias.

Una incierta estructura divide el texto en fragmentos que se titulan arbitrariamente. Fechas, nombres de los protagonistas. Pero –como califiqué– no remite a solo ese tema o a ese tiempo. Los blancos diseñados llevan a otras historias que se arman, desaparecen y se pierden. El lirismo que atraviesa las palabras, hace posible que avancemos sin nada de extrañezas. La poesía permite ese desenfreno narrativo, esa incertidumbre. Al final, recogemos las redes y la trama se arma desde la voluptuosidad que han tejido esas palabras. 

La historia de los Santini y los López se carga de reminiscencias de ese largo siglo que cobija lo narrado. Las peripecias de dos familias que protagonizan criollos/inmigrantes, conservadores/radicales, peronistas/revolucionarios de los setenta, contemporáneos de nosotros. Es con ellos que accedemos a la cultura de esos tiempos delineados en la cotidianeidad de los hombres comunes. Todos ellos con la particularidad que establece cada circunstancia. Cada uno de ellos con las modalidades propias del espacio social de donde provienen y al cual metaforizan. De ahí la riqueza del texto. Presenta como en relampagueos lo que solo al final se convierte en imagen: cuando los protagonistas han terminado de definirse en su singularidad. De ahí que se recorten los mitos que surcaron cada momento. 

La inmigración y su tenacidad para encontrar el espacio que dejaron. La posibilidad de ascenso social, en el logro de mi hijo el doctor. Las mujeres decentes –mantenidas– sin salir a la calle. El patriarcado que se desvanece con el feminismo que apunta formas distintas de convivencia en la familia. La iniciación sexual de los varones. Las librerías de Buenos Aires con su cuota de avance de nuevas y distintas ideologías. La lectura como remedo de la vida idealizada. La insurrección de los jóvenes en los setenta. El consumo desenfrenado como cierre de la sociedad tradicional. Y podríamos seguir señalando otros paradigmas que se muestran enquistados en los momentos relatados.        

Podría describir esas particularidades. Asombran las consistencias, las diversidades, esas multiplicidades constitutivas. Los remito al texto que en ese desorden narrativo impone el deslumbramiento que finalmente sentimos, al ver la coherencia, la armonía, la correspondencia del mundo narrativo. Y eso se logra a través del lirismo que invade las palabras. Porque la casa es una imagen de la posible vida en la Argentina. Una metáfora donde confluyen todos, pero también donde se vive, muere, sueña y sufre en una felicidad permanente de sentir que se existe. Una vitalidad arrolladora de los protagonistas que, aún en el mayor desconcierto, son ellos y su destino, avizorado a veces, desconocido otras.  

El trabajo artesanal sobre el lenguaje compendia la otra instancia. Un rumor de adjetivos nos alcanza. Reiteración de los mismos. Es el lenguaje que se libera y explora y dice, victorioso: “Josefina empujó la puerta de la sala, desde la calle se filtraba una luz de seda, y el silencio, límpido y desnudo, envolvía los objetos con vaga antigüedad añeja, cierta intensidad añeja e inalcanzable. Josefina recordó el resplandor de una tarde infatigable de un infatigable otoño, las gotas de agua, enormes y espaciadas que se estrellaron contra los vidrios de la ventana y resbalaron luego hasta perderse, con apaciguada resignación”.

Los sentimientos se expresan desde el yo de Nela que define: “No. No me siento estúpida. Lo que en realidad hice fue descuidarme con las tentaciones, esas fantasías de inmortalidad a las que sucumbimos en épocas de sueños abrasivos de cansancio, absortos en trabajos de consuelo, como las convalecencias. Ahora ya es de noche y la inclemencia del atardecer del domingo se desvanece”.

Describe sus impresiones que se convierten en recuerdos y a la vez, vienen de ellas. Cierta ausencia de sintaxis remite a la cercanía con el monólogo interior como recurso. “Regreso bajo el sol pálido de una tarde que arroja ciertos desperdicios de nubes sobre la arena del camino, aquí no llueve nunca, pienso de pronto, agraviada por un argumento que puede allanarme la decisión, extraño la lluvia, extraño la lluvia de Buenos Aires, declaro con prolijidad para atenuar la mezquindad de mi argumento”. 

Habla de los espacios que recorre. Espacios mediatizados por la subjetividad de quien enuncia. “No sé cómo me atreví a salir a la calle, es como haber querido escapar de la soledad yéndome al desierto. La ciudad está húmeda y vacía, camino sobre las huellas de la tristeza de un día feriado, mi cuerpo se mueve con languidez, deja un reguero de recuerdos a cada paso, soy un exilio, una inclemencia, soy un moridero de antiguas ternuras”.           

Altera la regularidad de la letra y usa la cursiva para hablar poéticamente del amor. “Podría quedarme con él para siempre, los hombres de esta tierra no le temen al amor, nacen constituidos para amar empecinadamente y sin culpas, se apasionan y son infieles por las mismas razones y con el mismo ímpetu e idéntica ausencia de remordimientos. En algún momento él se iría con alguna mulata adolescente, pero volvería a buscarme cada semana para rodearme de flores y de peces frescos y besarme las manos, lleno de alegría, cuidándome los pies cuando paseáramos entre las piedras y preguntándome si todavía quiero tocar la luna. Podría quedarme con él para siempre. Podría despertarme con su cabeza de plata en mi almohada rellena de hojitas de lavanda. Podría tener a ese hombre”.

Y leo y leo. Se me ensancha el corazón de tanta belleza consumada en las palabras. De a ratos, encuentro que la belleza puede consolarnos a nosotros, los humanos, de tanta tristeza, de tanto destino ciego, de tanta fragilidad y tanta inconsistencia. 

Un texto que combina la experimentación con la historia de un tiempo que ya es pasado. Un texto que hace de las palabras la sustancia única de la escritura. Un texto que se alza victorioso con la belleza que rezuma. ¿Qué más se puede pedir de un texto para ser leído, interpretado y, sobre todo, disfrutado?

Hasta más vernos. María.

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