Una conversa situada

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Texto leído en el marco de la presentación de La vida impropia. Anonimato y singularidad, de Florencia Garramuño el martes 26 de septiembre a las 18:00 horas en el Museo de Antropologías. Un libro perteneciente a la Serie Zona de Crítica, editada por Eduvim, que fue expuesto a propósito del taller sobre crítica literaria organizado por la Cátedra Libre de Cultura Brasileña de la Escuela de Letras de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

Empiezo a leer La vida impropia. Mientras leo, escribo, mientras leo, viajo a otra escena. Allí descubro a un personaje joven contemplando una pintura como si ella le narrara su vida. Es un pasaje de la novela de Virgilio Piñera, La carne de René, escrita en la Buenos Aires de los ’50 y, sin embargo, en muchos aspectos, tan contemporánea. 

La imagen plástica que René observa es reescrita, trasformada por él mientras oye el relato de su padre intentando iniciarlo en  el conocimiento de sí mismo. La pintura en cuestión es, según el narrador, una copia a pedido del martirio de San Sebastián, versión hecha para la pedagogía del self y extraída del abigarrado archivo plástico occidental, que la ha reinventado casi infinitas veces como emblema de los cuerpos expuestos al devenir material de la tortura, la enfermedad o el placer.  

Lo fascinante en la novela radica en su desajuste. Frente a un padre esforzado en armar una narrativa, los relatos del yo, apoyada en la lógica de la representación y la identificación, René la transgrede y muestra su ineficacia. Desoye y deslee la escena, mientras le introduce variaciones estéticas al cuerpo exhibido: un rostro gozando en el suplicio, un desvío semiótico desde la acción infringida por otro hacia la inmanencia de la autoflagelación, un cuerpo como un ser ahí y como en ser con, para decirlo con Garramuño: “como si una vida fuera otras vidas”, en la suspensión del nombre propio, y de las propiedades individualizadoras, el cuerpo de este Sebastián-René, en su exhibición, abre un umbral impersonal, para un pensar plástico más allá de la experiencia del sujeto.

Un último elemento de la escena, también como clave de ingreso a este libro, transcurre en un instante por fuera de las coordenadas vida-muerte, cuando el cuerpo exhibido y martirizado no acaba de morir en un más allá de la vida que todavía late, sonríe y acciona. Ese instante dilatado me recordó el primer film que Florencia presenta en su libro, “O peixe”, de Jonathas De Andrade, porque narra el momento en que el pez a punto de expirar se une en abrazo con su victimario en una alianza afectiva interespecie que obliga al lector-espectador a suspender todas sus categorías. Cierta potencia vital  y material aproxima a “O peixe” con el Sebastián flagelado en un modo de ser-estar con otros para cuyo abordaje las ontologías, las teorías del sujeto y las etnografías, nos resultarían, cuanto menos, insuficientes. 

La vida impropia. Anonimato y singularidad recoge el guante de muchas discusiones del presente, no solo de los debates postdeconstruccionistas en torno a la posibilidad de pensar en términos de sujeto-individual desde Jean-Luc Nancy, Derrida, Agamben a Rolnik, entre otros, las derivas críticas acerca del giro autobiográfico o la pulsión etnográfica y documentalista presentes en el arte y en la literatura contemporánea, sino que relee también la posibilidad de pensar en términos de identidades colectivas, eso que, en la lengua de Foucault o Espósito, pensamos como comunidad.  

Se trata de un libro precioso, urdido entre diálogos múltiples no sólo con la teoría y la crítica sino especialmente con un corpus heterogéneo de prácticas estéticas y culturales recientes de América Latina, donde lo brasileño “nao e longe daqui”. Con esta sumaria descripción, quisiera señalar una de las zonas más potentes, a mi juicio, de este volumen que se vincula con el montaje de la escena de lectura y conversa que propone.  

Por una parte, se coloca en el corazón de debates intelectuales y políticos fundamentales en los contextos de las primeras décadas de este afiebrado milenio, atravesado no solo por la emergencia de amenazadoras formas de neoliberalismo, sino de formas de enfermedad e inmunidad asociadas casi exclusivamente a escenarios apocalípticos, que nos regresan a la pregunta por los cuerpos, y también, en ese sentido, por lo que llamamos en la jerga al corpus. Con esto quiero indicar la segunda parte de eso que llamo potencia en el libro y es que nos encontramos frente a un trabajo que construye y exhibe su operatoria en torno a un cuerpo-corpus hecho de materiales disimiles, sustraídos del cine, la fotografía, los géneros documentales, y, claro, la literatura produciendo un movimiento anfibio entre teoría, crítica y estética. La performativización de esos ensamblajes lo convierte en una conversación entre muchos, donde vemos coexistir y yuxtaponer imágenes como si fuera el atlas de Didi Huberman. 

La autora monta su escena de lectura mientras escribe y organiza los fragmentos de su corpus al interior de los debates de una contemporaneidad expandida, transida de futuros, de anacronismos e interrupciones. Monta y también desmonta para exhibir las condiciones materiales de la cocina de la investigación, y para hacer ostensible el giro afectivo de su voz crítica, eso que podríamos llamar jugando con el titulo: la voz de una vida impropia que, sin dejar de sonar singular, habla no de otras lenguas, en una conversación íntima e hilvana como el ñanduty de una tejedora guaraní, su regurgitación escritural que es política y es a la vez estética. La escena de lectura así concebida desarma la posibilidad de pensar el corpus en tanto que objeto de estudio, antes bien, estamos ante diálogos, voces, cuerpos que se interpelan. Ese sensorium crítico que la autora despliega para interrogar lenguajes, gramáticas, imágenes y para armar ruas híbridas, expande la posibilidad de leer, sin perder el rigor, otros dispositivos. Esa inteligencia sensible para construir un corpus que encuentro en este volumen me regresa a otro libro de Florencia, al que tituló Geneaologías culturales, donde ya ponía en escena su formidable destreza para organizar esos corpus-atlas  y su amorosa conversación con la literatura brasileña. 

Nos detengamos en las dos preguntas iniciales del libro: ¿qué es, exactamente, eso que llamamos una vida? ¿Cómo se escribe una vida? A partir de ese escenario, la autora se desmarca, aunque sin ignorarlas, de las discusiones en torno a la vida de un sujeto, grupo, individuo, para buscar un concepto materialista de vida, a la manera de “una vida”, como pensó Deleuze leyendo a Dickens. Esos interrogantes la acercan a su corpus en la búsqueda de la potencia del movimiento que, en algunas artes contemporáneas, exhibe una vida. Para intentar algunas respuestas, realiza su montaje, en la pregunta por esa energía o chispa que trasciende a los sujetos y que no se define por su pertenencia específica a alguien.

En su carácter de conversa, este volumen se encuentra atravesado por otra multiplicidad de debates estéticos y, en particular, literarios, con sus preguntas en torno a los  géneros, a las narrativas del yo, a la poesía, a la autoficción, pero también acerca de los realismos, del documentalismo, las estéticas del retrato o la pulsión etnográficas de algunas prácticas estéticas del presente. En cuanto a su estructura, mas allá del notable carácter transversalizador que encontramos en todas las secciones, el libro se organiza en dos  partes: la primera más orientada a discutir lo impersonal en tanto que lo individual y lo anónimo, y la segunda, en los lazos entre esa potencia impropia en sus vínculos con lo común.

En los primeros párrafos del libro, al observar la presencia de ciertas formas de vida impersonal o impropia en prácticas culturales y estética, Garramuño hipotetiza que, en no pocas ocasiones, se trabaja, narra, exhibe o discute una noción de vida anónima que desplazaría a las de individuo o subjetividad y que esa cuña no solo deconstruye el relato del self sino también las nociones de lo colectivo, tal como las hemos venido pensando hasta aquí. 

Para ello, recupera textos de narradores como Teixeira Coelho (2006) o Diamela Eltit (2002), o las instalaciones de Rosângela Rennó (2008), quienes parecieran haber abandonado la preocupación por la individualidad y la identidad para explorar figuras de lo impersonal de las cuales emergería una pregunta por lo colectivo y la comunidad. Postula, entonces, que a través de un drástico descentramiento narrativo, una vida anónima toma el escenario en estos experimentos en los cuales muchas veces la introducción de otros lenguajes, como la fotografía, filosofía, dibujos, ensayos, interrumpen el flujo del discurso y llevan a la historia hacia conexiones inesperadas. Relee, a asimismo, a Sergio Chejfec (2013) o Verónica Stigger (2012), en tanto sus escrituras indagan formas de la narración que trasvasan los límites entre hecho-ficción, obras traccionadas por un impulso documental que cuestiona y hace tambalear la ficción.

En su estudio, no deja de lado la poesía contemporánea, antes bien vuelve a ella destronando el reinado del yo lírico, para leerla desde ese giro vital e impropio al que el libro apuesta. Recorre estas formas en poemas de Dobry, Marilia García o Carlos Cociña, con las preguntas en torno a sujetos que aparecen destituidos de toda interioridad, donde la voz lírica dislocada y desubicada se vuelca hacia la exterioridad para exhibirse como el punto de tensión de una cartografía: “La impersonalidad, aquí, se parece a un vaciamiento del lugar del sujeto para hacerlo hospitalario de una experiencia concebida más allá del prisma de la experiencia individual. Algunas intervenciones artísticas contemporáneas deconstruyen las categorías de persona y de subjetividad, explorando afectos y experiencias desde un punto de vista impersonal”.

La militancia feminista y los movimientos juveniles en contra de los procesos neoliberales son leídos desde la obra de Eltitt, donde la autora sugiere que las figuras de lo impersonal y de lo anónimo muestran un potencial para pensar la acción y la agencia colectiva más allá de las posibilidades individuales.

La segunda parte, titulada “Coexistencias, colectividades”,  se pregunta por los cuerpos en común a partir de la observación de series fotográficas, films y documentales latinoamericanos contemporáneos, formulando: ¿qué une los cuerpos en esos documentos? ¿Cuál es la potencia de los cuerpos cuando se encuentran? ¿Qué hay en dos cuerpos, o más, que no hay en uno? Abre su indagación exhibiendo las teorías con las que se propone dialogar. Allí están, claro, Butler, Ranciere o Nancy. 

Su primer detenimiento es en los films recientes de Jonathas de Andrade O peixe y O levante, en los cuales  encuentra una singular interpelación a los modos de concebir el espacio por fuera de las tradiciones del paisaje, como ha estudiado Jens Andermann, y propone un noción de naturaleza viva, natureza viva, precisa incerteza viva, precisa con delicadeza. Allí Florencia lee la potencia del encuentro de los cuerpos como energía de vida, como la chispa que advierte en el instante de la muerte acaeciendo. También estudia otros filmes como Nostalgia de la luz (2010), de Patricio Guzmán, y O som ao redor (2012), de Kleber Mendonça Filho, con las preguntas por el ser en común o la coexistencia y sus formas. 

Se detiene, más tarde, en las imágenes fotográficas de Claudia Andújar sobre el pueblo yanomami, y de Gian Paolo Minelli sobre un barrio periférico de Buenos Aires. A esta operación compleja de montaje, suma todavía el gesto desarchivístico, al revisar las tradiciones de la fotografía documental y del retrato en la indagación por el modo en que ellas han modelado, en nuestra cultura, las políticas de construcción y lectura de los rostros. Pero va más allá en su apuesta crítica: a partir de ese escenario, desplaza la pregunta por la individualidad hacia las posibilidades del ser en común.

Por último, si el texto de Ludmer de 2010 que planteaba la condición postautónoma de la literatura latinoamericana sobre el que tanto discutimos, colaboró en redefinir en buena medida el debate crítico, La vida impropia, leída en red con otras escrituras, como la de Fermín Rodríguez y tantos volúmenes de la colección Zona de Crítica, captura en un punto la plasticidad de nuestras preocupaciones estéticas y políticas en las preguntas por las formas de vida y las formas del arte como el movimiento del “ver venir” del que habló Malabou leyendo a Hegel. Podría ser, sin embargo, un libro oscuro, opaco, en palabras de la propia Garramuño, como los que leíamos a finales de los ’90, porque ahora también nuestro alrededor ha saturado de amenazas, pero elude esa tentación para ubicarse en otra zona de crítica: la de una escritura de lo por venir, en la potencia de un sentir-pensar que incita a seguir leyendo y conversando y, sobre todo, a no dejar de escribir. 

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