El gaucho Martín Fierro entre dos temporalidades

Texto leído durante la presentación de las Obras Completas de Hernández, organizada al calor de los 150 años de la publicación de El gaucho Martín Fierro, el martes 8 de noviembre del 2022 a las 19:00 horas. De este evento formaron parte, además, la directora del proyecto, María Celina Ortale y Pablo Ansolabehere, y tuvo lugar en Libros del Pasaje, donde se pueden conseguir las Obras Completas.

¿Qué decir de El gaucho Martín Fierro en sus 150 años de publicación, en el marco de la presentación reload de la obra completa de José Hernández? He pensado varias opciones, para nada exhaustivas, antes de escribir este texto:
1) Evocar su contexto de producción: hablar sobre la escritura, su proceso, etcétera. O la publicación inicial junto a «El camino Tras-Andino».
2) Pensar en la figura autoral de Hernández y en la relación del poema con su obra periodística, un poco en la senda de Halperín Donghi.
3) Establecer una mirada comparativa respecto del segundo poema que protagoniza el gaucho más famoso de la literatura argentina, el de 1879.
4) Reflexionar sobre su proceso de canonización.
5) Partir de las preguntas: ¿qué ocurre con sus reverberaciones en el presente? ¿Cuál es la importancia para la literatura actual del Martín Fierro como texto medular de la cultura argentina?
6) ¿Qué hay del pasado del Martín Fierro? ¿Qué de esa serie gauchesca que hunde sus raíces en la colonia?

Me decidí, finalmente, por una mezcla de las últimas dos opciones, por una inclinación personal: me interesan particularmente esos dos puntos. Por eso dividiré mi exposición en dos apartados: «Desde el pasado» y «Hacia el futuro». Sin embargo, todos los otros aspectos también presentan su foco de interés. Así que al menos los dejo abiertos, planteados, y a los mismos aludiré cuando sea necesario.

Parto de una constatación, por demás ya instaurada en la crítica: desde principios del siglo XX, a partir del impulso de la generación nacionalista del Centenario, el lugar del Martín Fierro cambia en el campo cultural y letrado argentino. Como señalan Cattaruzza y Eujanian en un texto muy referenciado: se pasa del éxito popular a la canonización estatal, en un proceso que se extendería durante las primeras décadas del siglo. Si bien sería necesario complejizar este escenario con otros aspectos, como las lecturas contemporáneas a su publicación en el campo letrado vernáculo, creo que podemos mantener la idea de que allí, en la década de 1910, algo cambia para el poema y para la relación del potencial público lector con su materialidad textual. Cuando un poema, o dos, como en este caso, pasa a formar parte de la lectura obligatoria en la escuela primaria, cuando al nacimiento de su autor se lo identifica con la celebración del Día de la Tradición Nacional, cuando se lo lee como el poema épico definitivo de la nación, algo en el texto cambia. Es el mismo, pero es otro, como el Quijote de Pierre Menard, cuya aventura escritural narró Borges. A partir de allí, entonces, el debate sobre el poema excede todo limite posible, se desplaza hacia un espacio que podemos identificar, al menos en potencia, con los alcances del espacio simbólico que funciona de andamiaje a la idea misma de una nación, la Argentina, y su mención comienza a ser un terreno de disputas ya no por el sentido del texto literario, sino por el sentido de algo mayor: esto es, los contornos mismos de aquella configuración simbólica que recién mencioné y, más precisamente, con la delimitación, siempre en disputa, siempre en conflicto, del “pueblo” que es el “cuerpo místico”, como lo llama Elías Palti, de toda nación moderna. Para volver a Borges, otra vez, otra vez, otra vez: no resulta casual que en los setenta, y en reiteradas ocasiones, el autor de “El fin” y de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, las dos reescrituras más importantes del siglo XX que recibe el Martín Fierro, haya salido con los tapones de punta a afirmar: “Si en lugar del Martín Fierro hubiéramos canonizado al Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”. Algo se juega de un modo definitivo en este poema. Algo que no pertenece a nadie, pero incumbe a todos.

Desde el pasado: una instantánea
La historia de la gauchesca puede decirse que dura unos cien años y que se abre y se cierra con un mismo verso: en 1777, Juan Baltasar Maziel escribía un poema titulado «Canta un guaso en estilo campestre los triunfos del Excmo. Sr. Don Pedro Cevallos», el primero que ponía en juego el artificio estético de lo que será la gauchesca. El poema comienza así: «Aquí me pongo a cantar». Primer verso, que, resulta evidente, lo filia con el comienzo de El gaucho Martín Fierro, y hunde sus raíces en la tradición del romancero español. Pero, más allá de ese vínculo textual, algo más une al poema de Maziel con el de Hernández: porque si el texto de Hernández ha sido el objeto de un proceso de canonización para terminar siendo el poema del pueblo argentino, «Canta un guaso (…)» nace como un modo de intervenir en el marco de la fundación del Virreinato del Río de la Plata para postular un pueblo en la región de la entonces Buenos Aires, lo cual debe interpretarse lejos, por supuesto, de cualquier idea de nación independiente del imperio español. La fundación del Virreinato del Río de la Plata acarreaba transformaciones en la región al compás de las Reformas Borbónicas que buscaron una mayor consolidación del poder de la corona en sus enclaves coloniales. Paralelamente al gesto de la corona por evidenciar poder sobre sus territorios, el sentimiento criollo de la población local se robustece. Maziel, para recibir al flamante Virrey Cevallos, compone unos veinte poemas, entre ellos el del guaso. Cevallos volvía de la guerra contra los portugueses por el control de la Colonia del Sacramento, en la Banda Oriental: volvía como un héroe, triunfante e invicto. Ese conjunto de poemas que escribe Maziel postula, leído en su totalidad, una imagen de comunidad política criolla y rioplatense, es decir, un pueblo para el flamante virreinato, que se reúne ante su virrey y que se construye mediante una diversidad de formas poéticas, del soneto al romance, del laberinto endecasílabo a la glosa, y de voces diferentes que hablan en cada poema, del pueblo de Buenos Aires a su cabildo, de la ciudad al clero, de un andaluz al dean. En ese contexto no solo interviene el orgullo criollo, sino un conflicto entre Buenos Aires y Lima, que también se pone en evidencia en los poemas de Maziel, generando una imagen aún más cerrada y vernácula de comunidad. En conclusión, la historia de la gauchesca vincula al género a la disputa por el sentido del significante pueblo desde su texto inicial. Es decir, entre este comienzo de la gauchesca y su clausura por Hernández, hay algo más que una relación intertextual por el primer verso y el gesto estético de remedo de la voz gaucha. Entre uno y otro se trenza una historia de la gauchesca en la que su puesta en acto toca, desde la voz de un sujeto plebeyo y rural, ese conflicto irremediable e ineludible para una comunidad política moderna: el pueblo, sus límites subjetivos y sus configuraciones posibles. En 1872, y antes de toda reivindicación estatal y letrada, El gaucho Martín Fierro se filia a un pasado literario y a un conflicto que eclosionará bajo otras formas en el futuro de su canonización.

Hacia el futuro: varias escenas
La literatura de los últimos quince años parece sentir una insatisfacción con la relación que se establece entre pueblo, nación y poema. Hay una serie de textos que podemos nombrar como las reescrituras del Martín Fierro en los Bicentenarios. Porque si hacia 1910 Lugones y Rojas, en tanto puntas de lanza de una generación nacionalista de intelectuales, salen a escena proponiendo al poema de Hernández como el poema épico nacional, en la década del 2010 varios textos han salido a disputar no el lugar canónico del poema sino el sentido que debería tener hoy en día, actualizándolo de modos polémicos. Es decir, esta nueva generación de reescrituras del Martín Fierro no matan al personaje, como Borges en “El fin”, ni dicen que este no debería ser nuestro texto épico, representativo de la nación y, por lo tanto, del pueblo que la compone. Tampoco continúan con candor la historia narrada en los poemas, como hicieron varios autores criollistas, como Policarpo Albarracín y Bartolomé Aprile en las primeras décadas del siglo XX. Lo que hacen es adoptar una postura de disenso que se instala respecto de cómo leerlo y cómo resignificarlo. Es decir, marcan otra relación con la tradición, pero no su fin. Esto puede ocurrir mediante una transformación o ampliación de su trama y sus personajes o releyendo el sentido total del poema como forma estética.

Me refiero a los siguientes textos: El Martin Fierro ordenado alfabéticamente (2007), de Pablo Katchadjian; El guacho Martín Fierro (2011), de Oscar Fariña; “El amor” (2011), de Martín Kohan; Las aventuras de la China Iron (2017), de Gabriela Cabezón Cámara; lista a la cual podríamos agregar tres versiones más de este año, a las que solo aludiré sin profundizar: El gaucho Martín Fierro contra los zombi, de Ezequiel Tambornini; El Martín Fierro siglo XXI, de Marcelo y Simón Birmajer; y la versión infantil y rapera, de María Inés Falconi, titulada El Tincho Fierro.

Retomo, ahora, la hipótesis que guía mi lectura para continuar con claridad la senda que dejé abierta: en esas reescrituras del Martín Fierro de la década de los Bicentenarios hay una preocupación por poner en debate al poema hernandiano desde una performatividad textual que busca ampliar las fronteras simbólicas del pueblo imaginado para la nación. No es casual que eso ocurra, podría pensarse, en torno al Bicentenario, momento de celebración del nacimiento primigenio de la nación e instancia donde se espeja el Centenario.

Haré una pequeña alusión a algunos de los textos mencionados. Vayamos por orden cronológico.

El 4 de febrero de 2011, Martín Kohan publica el cuento «El amor» en Página 12. Como tal vez sepan, el amor al que alude el título es un amor profesado entre Fierro y Cruz. Así, dos personajes que representan de un modo paradigmático al hombre macho argentino, devienen susceptibles de enamoramiento homosexual poniendo en juego una mirada atenta a la diversidad de lo posible para el viviente humano, evitando una forma de restricción a la masculinidad. Este cuento lo suelo trabajar en Literatura Argentina II, que dicto en la UNAHUR, y siempre juego con la misma escena ante los estudiantes: ¿qué ocurriría si una lectura del cuento se da en un centro tradicionalista de San Antonio de Areco, por mencionar solo un pueblo bien representativo de la cultura gaucha en la provincia de Buenos Aires? La situación es contrafáctica y no pretende sacar conclusiones ni sobre personas ni sobre grupos, sino sobre un paradigma del ser nacional. No lo hice, no leí el cuento en un centro tal, pero se puede imaginar un final poco feliz para la escena.

Para leer el cuento de Kohan, no hay que olvidar que el 15 de julio de 2010 se aprobaba la Ley de Matrimonio Igualitario. Si hablamos del poema épico nacional y si, poniéndonos un poco hegelianos, llegamos la conclusión de que en la épica se objetiviza el espíritu de una nación, el cuento interviene sobre no solo el canon nacional, sino sobre el reparto sensible que distribuye lugares y asigna limitaciones a las formas de vida en la trama misma de nuestra épica. El cuento de Kohan, en el contexto en el que una ley del Congreso transformaba el horizonte de lo posible, y la cual, vale recordar, no careció de intensas disputas y tensiones sociales múltiples, apunta, con esta ficción singular, al núcleo de una nación como la nuestra, de raíz occidental y cultura patriarcal. Y lo hace en el centro mismo de nuestro canon, en la forma más representativa de una identidad nacional.

Ese mismo año de 2011, Oscar Fariña da a imprenta un poema experimental pero con una clara hipótesis de lectura respecto del original: toma a El gaucho Martín Fierro y lo reescribe, verso por verso, estrofa por estrofa, en clave tumbera. No es un mero juego, un artificio vacuo el que allí se realiza. En la tapa de la edición de 2017 se dice: «el libro del que todos hablan, pero nadie lee». Es decir: este libro de Fariña viene a brindar la lectura precisa, indicando una falla o un corrimiento que se habría efectuado en los modos de leer al poema de Hernández. Y esa lectura es una que intenta ubicar a Martín Fierro en el preciso lugar que le correspondería: junto a la marginalidad de una clase que vive en tensión con el estado nacional, un poco juyendo, otro delinquiendo, otro poco sojuzgado. La postura que guía esta reescritura es una clara intención por leer al poema bajo una disputa por su verdadero sentido. Es como si el texto de Oscar Fariña viniera a decirnos a todos, a todo el pueblo de la nación: se ha olvidado el verdadero sentido del poema, que era una denuncia. Es hora de volver a esa senda, es hora de que el Martín Fierro actúe de acuerdo a su más legitimo legado: ser una voz que habla en lugar de las desgracias de otros, en su representación, no como símbolo de un pueblo que lo domestica desde la selectividad lectora que imprime el gesto de la canonización.

Por último, Las aventuras de la China Iron, texto de 2017 que escribió Gabriela Cabezón Cámara. Como tal vez saben, se trata de una novela que viene a ficcionalizar una vida para la China del poema, quien termina, según Fierro, con algún gavilán. En 1916, Severo Manso publica un libro titulado La mujer de Fierro. Han pasado cien años y el contexto es otro: de un lado, la mujer de; del otro, la propiedad ya no es de un sujeto a otro, del hombre hacia la mujer, sino de una subjetividad, la de la China, que ha adquirido, que posee, esas aventuras que el título le atribuye. En este caso, hay varias cuestiones a tener en cuenta: la representación que hace la novela del propio Hernández, que lo colocaría en las antípodas de ese sujeto representativo en cuyo natalicio se celebra la tradición nacional y que revela, en consecuencia, el suelo de violencia sobre el que se asienta el andamiaje simbólico de la nación; la aparición de un Fierro queer; la representación de la compañera de viaje de la China, Liz, que proviene de Inglaterra, con todas las reverberaciones que esa procedencia puede acarrear al dejar de ser Inca-la- perra; entre otras cuestiones. Pero quiero detenerme en un momento de la novela. Más precisamente, su final. Allí se dice: “Hay que vernos, pero no nos van a ver. Sabemos irnos como si nos tragara la nada: imagínense un pueblo que se esfuma, un pueblo del que pueden ver los colores y las casas y los perros y los vestidos y las vacas y los caballos y se va desvaneciendo como un fantasma: pierden definición sus contornos, brillos sus colores, se funde todo con la nube blanca. Así viajamos”. En este caso, entonces, la mención al pueblo se vuelve explícita y en esa explicitud se revela el trasfondo de conflicto que guía su escritura.

¿Qué oponer, entonces, al Martín Fierro? ¿De qué modo intervenirlo? Hemos visto tres formas diferentes. Cada una, a su manera, pone en discusión qué se incluye y qué no en el pueblo de la nación, en esa entidad inestable y conflictiva, a partir de una lectura del poema. Pero la novela de Cabezón Cámara tiene la particularidad de explicitar el núcleo duro de ese vínculo con el poema nacional: lo que se juega allí es la postulación de otro pueblo, uno que la tradición no ha instituido y que, en efecto, se le opone. En esa tensión, en esa lucha que el Martín Fierro acarrea dada su condición para el andamiaje simbólico de la Argentina, se juega algo más que una intertextualidad y algo menos que un intento de sustitución del canon: su resignificación, su lectura a contrapelo y su actualización mediante un presente que evidencia sus propios conflictos políticos, estéticos y comunitarios.

¿Qué importancia tiene hoy, entonces, volver sobre el Martín Fierro, volver a El gaucho Martín Fierro y a la obra de Hernández a 150 años de su publicación? En primer lugar, habría que decir que la importancia no se le atribuye, no se la da una lectura crítica que estuviera aquí o allá interviniendo el campo literario o intelectual. La importancia del Martín Fierro se la atribuye, en el sentido que vengo desarrollando, el propio campo que releer al poema, al intervenirlo, al reescribirlo: al volver, una y otra vez, con una insistencia y una dedicación notables, a esos versos, a esas sextinas tan singulares y tan irremediablemente atrayentes. No solo acudir a la lectura de una de las obras más contundentes, en términos literarios, de la literatura argentina, sino atender a un texto que constituye algo más que un poema: un espacio de debate en el que se pone en juego lo que somos como nación y, por lo tanto, lo que significa ser un pueblo: sus límites y sus posibilidades, sus inclusiones y exclusiones, su sangre y su memoria, su pasado y su futuro. Textos que demuestran una insatisfacción con los límites de lo posible y lo vivible y que postulan otro paisaje, otras instancias de posibilidad que pugnan por ampliar las formas del decir, del hacer y del ver en el siempre conflictivo modo de ser de una nación, es decir, del debate indefectiblemente abierto por el pueblo que viene y en torno del cual el Martín Fierro no puede estar ausente.

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