Chile despertó: cómo tres décadas dormidas explican el estallido

Chile despertó: cómo tres décadas dormidas explican el estallido

29/10/2019 Fotografía de la marcha del Millón en Santiago de Chile (fuente: Migrar Photo)

Desde Eduvim continuamos recibiendo opiniones, análisis y expresiones de autores y actores del sector editorial chilenos sobre lo que está pasando en el vecino país. En esta ocasión, el escritor Federico Zurita Hecht acerca una perspectiva histórica, política y social para explicar el conflicto en Chile.

Como parte del reciente movimiento social chileno en contra del modelo económico injusto que rige nuestras vidas, se ha escuchado insistentemente en las masas el grito “Chile despertó”. En efecto, Chile estaba dormido en un profundo sueño de falsa sensación de satisfacción que ya llevaba 29 años y que formaba parte de un ejercicio de control político. Su éxito se sostenía precisamente en la indiferencia de los chilenos dominados-dormidos ante la desigualdad económica que permite que unos pocos acumulen la riqueza producida por una economía que aparenta ser activa. La injusticia social en Chile es parte de una historia larga. Tal vez se pueda pensar en 200 años, que es lo que lleva Chile como república independiente, lo que nos hablaría de que toda la historia de Chile es violenta. Incluso se podría hablar de 450 años, lo que nos indicaría que toda la historia de Latinoamérica es violenta, desde su origen colonial hasta su continuidad postcolonial. Pero se puede identificar un capítulo de esta historia constituido por los últimos 46 años: el Chile oprimido que se libera, que luego se queda dormido y que hoy despierta.

Chile regresó a la democracia en 1990 mediante la promesa “la alegría ya viene”, eslogan de la campaña de la opción que en el plebiscito de 1987 le decía “No” a la continuidad de la dictadura de Pinochet. Este eslogan informaba de la necesidad de reinventar nuestra sociedad que había sido bruscamente golpeada por el régimen dictatorial desde 1973. Pero en lugar de eso, lo que sucedió en democracia (con los períodos presidenciales de Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet, Piñera, Bachelet y Piñera) fue la perpetuación del modelo de producción de la vida material instaurado por la dictadura en 1975 y caracterizado por el despliegue, en casi todos los ámbitos de la vida social, de una lógica económica regida por las leyes del mercado. A esto, los teóricos de la economía lo llaman capitalismo neoliberal.

Como parte de este marco histórico que permite comprender el relato del Chile dormido que hoy despierta, es necesario decir que la cultura chilena está mediada por la naturalización de la violencia en el ejercicio de las relaciones de poder. Dicho de otro modo, en el Chile democrático de los últimos 29 años, un segmento del sector oprimido dejó de percibir su condición de oprimido porque se encontraba anestesiado por la falsa sensación de satisfacción que propició la lógica económica creada por la dictadura y perpetuada en democracia. En estos años, mientras la modernización ocurría ante nuestros ojos y los chilenos nos embriagábamos por el mayor poder adquisitivo mediado por el endeudamiento, cierto sector de la clase oprimida comenzó a modificar sus rasgos identitarios. Los hijos (primera generación de universitarios) nos creímos mejores que nuestros padres y los chilenos nos creímos mejores que nuestros vecinos. A la vez que disminuía la pobreza y el desempleo, y la ciudad se llenaba de edificios y centros comerciales, la sociedad chilena de los últimos años del siglo XX avanzó hacia la despolitización de sus preocupaciones. La puerta quedó abierta para el chauvinismo y la xenofobia, y la identidad chilena se saturó de autocomplacencia. Chile entró en un profundo sueño.

Mientras dormíamos, se fraguaban las verdaderas implicancias del Chile neoliberal en materias económicas. El sobreendeudamiento maquilló la pobreza de gran parte de la población mediante la falsedad del poder adquisitivo, a la vez que un sector reducido de la sociedad acaparó la riqueza. Los alcances del libre mercado y la consecuente desprotección estatal empujaron a los chilenos de los sectores medios y bajos a endeudarse por salud y educación. El marco legal permitió que en materias comerciales las empresas pudieran realizar acciones injustas sin que éstas constituyeran delito. Así, con una sociedad ya endeudada, se generaron las condiciones para que grandes cadenas comerciales repactaran deudas de forma unilateral y se coludieran en la determinación de precios, ante lo cual la justicia se impartió de manera diferenciada (un vendedor ambulante puede terminar en la cárcel y un gerente de empresa coludida apenas debe asistir a clases de ética). El modelo privado de pensiones a los jubilados abusó del ahorro de los trabajadores y hoy ofrece pagos miserables. La privatización (derechos de uso del agua, de explotación de recursos naturales y de circulación en las carreteras) se convirtió en la norma. Las empresas, ante la monstruosidad de su crecimiento, invisibilizaron sus rostros, y la posibilidad de objeción al abuso fue anulada. Pero en la primera década del siglo XXI, cuando comprendimos que los cuatro primeros gobiernos democráticos tras la dictadura (Aylwin, Frei, Lagos y el primer período de Bachelet) habían gobernado manteniendo (y hasta solidificando) el modelo neoliberal creado por los asesores económicos del régimen de Pinochet, parte de la sociedad chilena comenzó lentamente el despertar. A la vez, ambos gobiernos de Bachelet intentaron atenuar sus efectos mediante el despliegue de un enfoque social que al menos constituyera un paliativo de las injustas condiciones de desigualdad.

El oprimido comenzó a percibir su opresión. Curiosamente primero fueron los más jóvenes quienes percibieron la opresión e intentaron decirle al resto de los chilenos que debíamos despertar. La llamada “Revolución Pingüina” de 2006 constituyó un antecedente importante de lo que está sucediendo hoy en 2019. Los estudiantes secundarios se levantaron contra el sistema educacional de Pinochet, vigente aún, 16 años después del regreso a la democracia. Pero, aunque lograron un avance, fueron tildados de rebeldes y libertinos por el Chile dormido. En 2011 el movimiento universitario instaló la necesidad de impulsar una política de gratuidad en la educación superior. Pero los líderes universitarios fueron llamados resentidos por los conservadores y vendidos por los progresistas cuando fueron elegidos diputados (aun con la instauración de la gratuidad parcial en la educación universitaria). El mismo año un movimiento ciudadano se movilizaba en contra de la devastación medioambiental y muchos lo tildaron de jipi. El mayo feminista de 2018, que permitió visualizar la violencia patriarcal, ya casi nos sacó del sueño. Sin embargo, los conservadores siguen usando con brutalidad el concepto “Feminazi”.

Hoy, a diez días del comienzo de las protestas, es pertinente preguntarse si realmente Chile despertó o el poder tras el modelo económico ha creado las herramientas necesarias para defender su estructura injusta. Los incidentes de las últimas dos semanas, nuestra propia revolución de octubre, comenzaron con el anuncio del alza de 30 pesos en el valor del pasaje del metro. Entre gran parte de la sociedad chilena, sin embargo, pronto estuvo claro que las reclamaciones eran mayores que 30 pesos y estaban dirigidas al funcionamiento de un modelo injusto que se vuelve necesario cambiar porque es capaz de intensificar su dominación con el paso del tiempo. El Presidente Piñera cambió su estrategia comunicacional cada día y pasó de hablar de que estábamos en guerra contra un enemigo organizado a intentar apropiarse del discurso de los manifestantes que precisamente se movilizaban en su contra. Muy probablemente podremos decir que esto se ajusta a la torpeza habitual que caracteriza al presidente, pero también es posible decir que tal comportamiento forma parte de su intento ideológico de ocultar las contradicciones del modelo que defiende, herramienta fundamental para dormir y mantener dormida a una sociedad. A fin de cuentas, en Chile aún hay un sector de la sociedad que lo defiende, no solo entre los más privilegiados (los opresores), sino también entre algunos oprimidos que aún no perciben que su condición no es natural.

Tras la consideración de que el comienzo de las movilizaciones sociales más grandes que ha vivido Chile en lo que va del siglo XXI se sitúa en las evasiones masivas llevadas a cabo por estudiantes secundarios hace ya dos semanas, llama la atención que Clemente Pérez, exgerente del metro, a días de haber dicho en un noticiario de la televisión “cabros, esto no prendió, ya no fueron más choros”, hoy se ría de que los chilenos le hayan tapado la boca. Pérez publicó el viernes 25 de octubre en twitter una fotografía de su hija en las manifestaciones de Plaza Italia junto a una muchacha que portaba un cartel que decía “Cabros, esto no prendió”. Que Pérez se tome esto con humor, indica que sobre él hay otros, con más poder, que seguramente también se ríen, y sucede que Chile se ha levantado ante una opresión histórica que antes no lograba visualizar, y tras hacerlo hay muertos y heridos, hay militares en las calles, hay torturas y violaciones. Tal displicencia ante los hechos es peligrosa porque es parte del ejercicio de naturalización de la violencia. Hace unos días en el congreso un grupo de diputadas (Camila Flores, Erika Olivera y Paulina Núñez) decidió romper las hojas con que la diputada Pamela Jiles protestaba mostrando al hasta entonces Ministro del Interior, Andrés Chadwick, los nombres de las víctimas de estos días.

El lunes 28 de octubre ha sido clave para la continuidad de esta historia. Tras la gran manifestación pacífica del viernes 25 de octubre, que solo en Santiago convocó a un millón doscientas mil personas, el sábado se levantó el toque de queda que ya llevaba una semana realizándose cada noche, y el domingo pareció ser un día de mediana calma. Seguramente Piñera imaginaba que había triunfado y que el modelo económico que defiende junto a todo su sector político, podría seguir intacto, porque las propuestas realizadas hasta entonces no significaban grandes cambios. Entre estas se incluía, entre otras medidas, el aumento del sueldo mínimo pero sin que este fuera financiado por las empresas privadas sino por el Estado. El lunes 28 de octubre Piñera creyó coronar su victoria con el cambio de gabinete, imaginando que de verdad podría convencer a todo el país que ese gesto insignificante sería interpretado como una respuesta al clamor del pueblo. Pero Chile despertó.

Chile despertó y volvió a volcarse a la calle, enfurecido por la displicencia del equipo político de Piñera que ha gobernado no para todos los chilenos sino solo para la clase dominante. El presidente cambió a su equipo, pero el modelo económico sigue intacto. Jaime Guzmán dijo en dictadura que es necesario que “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque —valga la metáfora— el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”. Piñera no es un oponente de Pinochet, pero ante lo contundente de las palabras de Guzmán, queda claro que los nombres de quienes gobiernen es insignificante si las perversiones del modelo siguen sin ser corregidas.

Piñera sigue obstinado, pero no por porfiado. Hay mucho en juego. Detrás suyo hay un grupo que ha vivido a puerta cerrada los privilegios de nuestra economía supuestamente pujante. Chile despertó, pero esta historia será larga porque ni el bloque opositor ha podido en cinco períodos presidenciales modificar el modelo económico. Tras la efervescencia social que busca desnaturalizar la violencia en el ejercicio del poder para borrarla de nuestros rasgos identitarios, vendrá mucho trabajo. Tal como están las cosas, Chile parece tener la conciencia necesaria para seguir despierto.

 

Fotografía: Migrar Photo

Autor(es) del contenido

Federico Zurita Hecht

Federico Zurita Hecht

Nació en Arica, Chile, en 1973. Doctor en Literatura con mención en Literatura chilena e hispanoamericana por la Universidad de Chile, Licenciado en Lengua y Literatura por la UAH. Trabaja como profesor en la UAH y en el Instituto Profesional Arcos. Es autor de los dramas Se preguntan por la muerte de Clitemnestra, Mil y una formas de pago (este último junto a Gabriela Lobos), Apocalipsis a la hora de comer (2015) y Una temporada en Puerto Azola (2018). Su primer libro de cuentos, El asalto al universo, fue publicado el año 2012. El 2014, gana el primer lugar del Concurso de Cuentos de Revista Paula con “Todos los pasos” y en 2015 obtiene el segundo lugar en el Concurso literario de Las Lanzas con el cuento “Cadiz esquina Domínica” y el un tercer lugar en el concurso Cuento Kilómetros con “Iván Seménnikov”. En 2015 publica su segundo libro de cuentos Lo insondable. Además es co-autor del drama Sacco y Vanzetti encapuchados (2017).

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