En febrero, Eduvim reedita a Marta Lynch en "Informe bajo llave"

ANTICIPO EXCLUSIVO
El 31 de diciembre de 1978 lo pasé en la casa de la doctora Simayo que vivía entonces en Río de Janeiro, más exactamente en los Altos de Ipanema. Fue una buena fiesta. A las doce bajamos a la playa para celebrar la medianoche con flores blancas a Iemanyá sobre las aguas color tinta, revueltas y resplandecientes. En la bulliciosa semioscuridad, tropezando con mujeres de cofias almidonadas y polleras de puntillas, entre velas y exorcismos, encontré al doctor Ackerman, aquel siquiatra vienés de cuya formación me había servido para mi propia paz. Ackerman atendía casi sin cargo alguno y contra todas las reglas de la profesión, en su casa de Palermo Chico a la que yo había acudido en medio de experiencias crueles. Me alegró encontrarlo en el campo neutral de la celebración y cuando lo saludé fue más una explosión de cariño natural que la evocación de jornadas compartidas en las que yo había tenido macho que volcar y Ackerman más que descubrir. Así son esas relaciones. Cerca de él vi a una muchacha, muy bonita, con esa seducción indescifrable de los enfermos. Lo estaba y a tal punto que el siquiatra no había querido separarse de ella para las fiestas en las que la tradición se empeña y que casi siempre son nefastas para tanta gente como nosotros. Me costó sobreponerme a la curiosidad que me despertaron sus ojos, abiertos por el insomnio, por las drogas y por un aire de desamparo que nunca volví a encontrar en persona alguna. Mi sentido de la profesión –bastante ruin, por cierto– me hizo pensar que podría extraer de ella un personaje de ficción; sin embargo, nunca conseguí nada valioso tras aquella impresión primera. No pude llevarla al papel. Siempre sobresalía el mecanismo de una piedad que era más fuerte que el deseo de crear y así fue como perdí un buen personaje. Sin embargo, el personaje reapareció. Según me dijo Ackerman, se llamaba Adela y era una especie de artista; estaba muy enferma, claro. Varias veces durante la alegre noche nuestros ojos coincidieron y me impresionó la desesperación de su mirada. Estaba de regreso de una zona atroz que era demasiado palpable, como un espacio erosionado de la piel, como una herida abierta y maloliente.
Alrededor de las tres de la mañana se recostó sobre un almohadón adoptando un inquietante aire infantil. La fiesta siguió sin inconvenientes pero, varios meses después, una tarde de lluvia, mientras yo esperaba que Ackerman terminara la asistencia de un grupo, encontré sobre una mesa cubierta de papeles una carpeta con cartas, recortes y anotaciones diversas. Todo tenía un aire pueril –como su postura al buscar el sueño– y pretencioso. En varias tardes sucesivas pude retomarlas y luego, totalmente invadida por la historia que trataban de contarme, pedí autorización a Ackerman para leerlas en forma continuada. Contrariando su ética y demostrando honda aflicción, me lo permitió. El resultado de sucesivas lecturas es lo que transcribo ahora. Pido excusas por las reiteraciones, por la flagrante oscuridad de algunos pasajes, por el tedio conmovedor que tiñe capítulos enteros, en los cuales aquella muchacha llamada Adela –suyas son las anotaciones– dejó signos de su itinerario. Observo que aun sin quererlo tomo palabras y frases que le pertenecen: signos indicatorios, frustraciones, búsquedas.
Lo que sigue –repito– es la transcripción de sus páginas, abandonadas en forma alarmante, que Ackerman conservó y compartió conmigo usando una piedad cercana al remordimiento. A menudo ocurren cosas como ésas cuando no podemos servir bien a los demás, a los más débiles, a los que nos buscaron para descargar. Responsabilidad moral se llamaría. Y eso es lo que quizá sientan ustedes al leer y reflexionar sobre lo escrito por aquel espíritu transido. Quizá extraigamos consecuencias, aunque lo dudo. Yo también contribuí en la medida de mis posibilidades a la tarea desesperada de reencontrar a Adela. Pero de ella sólo me han quedado estos apuntes que copio ahora, no tanto como un hecho literario sino como una suprema responsabilidad frente a circunstancias tenebrosas, o como la lucecita que se enciende bajo el retrato de alguien que nos despierta devoción. Quizá hay también algo de sed de justicia. Pero acerca de esa quimera, los argentinos tenemos ya una idea muy firme.
Marta Lynch
¿Cómo vas a poder leerlo?

- On-line en nuestro sitio
- Tienda de EDUVIM digital
- Edición en papel
- En cualquier Librería Universitaria
- Desde tu Kindle